Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
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La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
Changó o Shangó (en yoruba, Ṣàngó) es el orishá de la justicia, de los rayos, del trueno y del fuego. Fue rey en la ciudad de Oyo, identificado en el juego del merindilogun por los odus obará y ejilaxebora y representado material e inmaterialmente en el candomblé a través del asentamiento sagrado denominado igba xango. En la santería sincretiza con San Marcos y Santa Bárbara. Pierre Verger da, como resultado de sus investigaciones, que Shangó o Changó, como todos los otros imolè (orishás y eboras), puede ser descrito bajo dos aspectos: histórico y divino. Pertenece al Panteòn Yoruba.
Changó es el orishá de los rayos, truenos, grandes cargas eléctricas y del fuego. Es viril y atrevido, violento y justiciero; castiga a los mentirosos, a los ladrones y los malhechores. Por ese motivo, la muerte por el rayo es considerada infamante. De la misma forma, una casa alcanzada por un rayo es una casa marcada por la cólera de Changó. Changó es el Orishá del Poder, él es la representación máxima del poder de Olorum.
Changó es considerado uno de los orishas más populares del panteón Yoruba. Se considera el Rey de la Regla de Osha. Es el Orisha de los truenos, los rayos, la justicia, la virilidad, la danza y el fuego. Fue en su tiempo un rey, guerrero y brujo, quien por equivocación destruyó su casa y a su esposa e hijos y luego se convirtió en Orisha.
Orisha de la justicia, la danza y la fuerza viril, dueño de los tambores Batá, Wemileres, Ilú Batá o Bembés, de la danza y la música; representa la necesidad y la alegría de vivir, la intensidad de la vida, la belleza masculina, la pasión, la inteligencia y las riquezas.
Añadió Eliú y dijo:Espérame un poco, y te enseñaré;Porque todavía tengo razones en defensa de Dios.Tomaré mi saber desde lejos,Y atribuiré justicia a mi Hacedor.Porque de cierto no son mentira mis palabras;Contigo está el que es íntegro en sus conceptos.
Asimismo te apartará de la boca de la angustiaA lugar espacioso, libre de todo apuro,Y te preparará mesa llena de grosura.Mas tú has llenado el juicio del impío,En vez de sustentar el juicio y la justicia.Por lo cual teme, no sea que en su ira te quite con golpe,El cual no puedas apartar de ti con gran rescate.Hará él estima de tus riquezas, del oro,O de todas las fuerzas del poder?No anheles la noche,En que los pueblos desaparecen de su lugar.Guárdate, no te vuelvas a la iniquidad;Pues ésta escogiste más bien que la aflicción.
Los hombres todos la ven;La mira el hombre de lejos.He aquí, Dios es grande, y nosotros no le conocemos,Ni se puede seguir la huella de sus años.El atrae las gotas de las aguas,Al transformarse el vapor en lluvia,La cual destilan las nubes,Goteando en abundancia sobre los hombres.Quién podrá comprender la extensión de las nubes,Y el sonido estrepitoso de su morada?He aquí que sobre él extiende su luz,Y cobija con ella las profundidades del mar.Bien que por esos medios castiga a los pueblos,A la multitud él da sustento.Con las nubes encubre la luz,Y le manda no brillar, interponiendo aquéllas.El trueno declara su indignación,Y la tempestad proclama su ira contra la iniquidad.
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